domingo, 18 de marzo de 2012

LA SIESTA

Nunca me ha gustado dormir, tan solo lo necesario. Ocho horas justas por la noche, ni más ni menos. Para mí, dormir es una pérdida de tiempo si se hace más de la cuenta. No consigo entender a aquellos que duermen por el mero hecho de hacerlo, que lo consideran un placer. ¡Ni siquiera están conscientes cuando lo disfrutan!

Quizá por eso el momento que más detestaba en mi infancia era la hora de la siesta en el pueblo, una tarde de verano. Me produce una repulsión, un sopor, un tedio insoportable. En esas largas horas parece que el mundo entero se duerme. Incluso a mí me entra un sueño, una morriña que tengo que combatir. Una vez probé esa famosa siesta, y cuando desperté me sentía mal, mareado, pesado... Por eso no duermo la siesta, no me sienta bien.

Odio ese momento, esas tardes perdidas en un salón oscuro, viendo en la televisión cualquier cosa decente. Allí fuera, el mundo se quema a cuarenta grados en la sombra. Aquí dentro me quemo yo, poco a poco, en el sofá cubierto por una mantita de ganchillo. En el salón todo es antiguo, hay una cabeza de ciervo que lleva años ahí, cuadros de paisajes rurales desgastados por el tiempo o el descuido, una mesa en el centro que apenas se mantiene en pie, un sofá, varios sillones sin color y telarañas en el techo.

Miro la televisión y veo a Luisa Fernanda besando a Manuel Rodrígues. No sé por qué mi abuela se empeña en ver esto, está dormida. Cuando intento cambiar, mágicamente despierta y me quita el mando. Entonces yo empiezo a contar las telarañas: siete contando con la de la puerta.

Me canso, salgo a la calle y me pongo bajo el sol. A los cinco minutos estoy otra vez dentro, es imposible aguantar eso. Aún quedan tres horas para que el sol empieze a bajar y los segundos parecen ir más despacio, más y más despacio.

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